Capítulo Aragua

miércoles, 28 de febrero de 2018

Cómo tratar a un enfermo de Alzheimer

Cómo tratar a un enfermo de Alzheimer
Cuando el Alzheimer hace acto de presencia en una familia, es frecuente que los familiares no sepan cómo tratar al enfermo de Alzheimer. Descubrir de pronto que nuestro padre o nuestra madre se está convirtiendo en un auténtico desconocido es un golpe muy duro de asimilar.
Se podría decir que el enfermo de Alzheimer es el loco del siglo XXI; algunas familias lo esconden (vergüenza) porque se sienten temerosas y angustiadas, tienen una especie de sentimiento de culpa por ‘algo que han hecho’, pero que no saben concretar, pues no ha pasado a su mundo consciente.
Definimos el “síndrome demencial” (Charazac) como “una realidad al mismo tiempo extraña e inquietante, que adquiere un valor traumático en el momento en que la familia ya no es capaz de inscribirle en su historia”. “Es como un extraño -nos decía en cierta ocasión María con relación a su padre diagnosticado de Alzheimer-, ya ni siquiera me conoce, parece como si fuera otra persona que se ha incrustado en mi vida”.
La verdadera crisis familiar es tomar conciencia de que el padre o la madre con Alzheimer se ha convertido en un personaje insólito, pero con la carga histórica de una biografía compartida. Esta sensación de encontrarse frente a algo nuevo y distinto es uno de los factores provocadores de la angustia. Se produce una especie de perplejidad ante “alguien desconocido” y al mismo tiempo “conocido” y reconocido como personaje de la historia familiar.
Este sufrimiento familiar se puede concretar de diversas formas y va a depender del vínculo que haya existido antes de aparecer el síndrome demencial. Lo más frecuente ante el Alzheimer es que se produzca un sentimiento de culpa (y vergüenza) en una de su doble vertiente: paranoide o depresiva.
La misma actitud terapéutica, en ocasiones, se ve mediatizada por la realidad de lo indefinido: el objetivo no es la curación, ni siquiera la remisión de la sintomatología y la recuperación de la salud, sino aminorar los síntomas y en todo caso lograr una buena calidad de vida para el enfermo y sus familiares. Y eso ya sería un gran éxito.
La enfermedad de Alzheimer tiene unas características propias:
a) Transmisión hereditaria. Al constatar la demencia del padre o de la madre siempre surge el temor de la propia demencia y en definitiva de la falta de control sobre la conducta. Con frecuencia, al hacer la historia familiar, aparece algún tío o abuelo que murió de la misma manera. No es raro que comiencen los reproches sobre el progenitor supuestamente transmisor de la enfermedad.
b) Consecuencia de un ‘pecado’ familiar. Se convierte así la misma enfermedad como la penitencia impuesta (?) por alguna falta cometida por los antepasados. Sobre todo en una familia religiosa (pseudo religiosa, estaría mejor decir) se busca una ‘explicación’ para entender la dureza de Dios.
c) Cronicidad. Es una enfermedad que solamente finaliza con la muerte. A día de hoy, el Alzheimer es irreversible y por lo tanto se pierde toda esperanza de la posible curación.
Por todas estas razones, la aparición del Alzheimer, como toda enfermedad crónica, tiene en la familia un efecto desorganizador y traumático (Charazac) a dos niveles:
# 1.- Porque las personas con Alzheimer necesitan toda la energía disponible de los descendientes para cubrir su deterioro cognitivo.
# 2.- Porque supone una reestructuración total del sistema familiar: este nuevo elemento favorece la aparición de “fantasmas ocultos” y “tensiones reprimidas” del resto de la familia, que toma cuerpo cuando la enfermedad se instaura plenamente.
Existe, por tanto, un antes y un después de la aparición de la enfermedad de Alzheimer para toda la familia.
Cómo tratar a un familiar enfermo de Alzheimer: el sentimiento de culpa
Según Zabalegui, podemos definir la culpa “como una valoración cognitiva y afectiva de comportamientos cuando éstos no están de acuerdo con una determina escala de valores”. Desde el psicoanálisis se postula que la culpa se produce cuando nuestra conducta está en conflicto con el super-yo.
Freud, en cierta ocasión, comparó al ser humano con un jinete en su corcel: las riendas y el látigo representarían la norma y la ley (el super-yo), el caballo reflejaría todo el mundo pasional e instintivo (el ello) y el propio caballista indicaría el mundo real (el yo). Para ganar cualquier carrera, para ser feliz, es indispensable la armonía entre esos tres elementos. No serviría tener un buen látigo, si no se es un buen jinete o el jaco no es de raza; tampoco valdría tener un buen caballo si no se sabe dirigir; y por último, todo sería un fracaso aunque fuera un buen jinete, si los otros dos elementos fallaran. Pero, ¿qué ocurriría si utilizamos mal el látigo? Aparecería la culpa. Es decir, nos “sentimos culpables” cuando hacemos u omitimos (pensamos o fantaseamos) algo en contra de nuestro super-yo (a veces, laxo y otras rígido y dogmático).
El sentimiento de culpa está en función de varios factores, desde la personalidad del sujeto (su escala de valores), las vivencias anteriores, la situación socio-cultural y, sobre todo, de la naturaleza vincular con el enfermo.
Siempre que se produce una pérdida (enfermedad, fracaso, ruptura, etc.) aparece la culpa consciente o inconsciente pues se reactualizan viejas vivencias en la interacción del sujeto con las imágenes parentales, fundamentalmente. De cómo se haya producido esta vinculación primigenia, en los primeros años de la vida (y su reelaboración) así se vivenciarán las actuales situaciones de pérdidas.
Como hemos dicho antes, el ser humano es esencialmente relacional y vincular. Vamos construyendo nuestra propia personalidad a través de los continuos roces (y a veces golpes) con los otros. Sin los demás, pues, no podríamos existir, pero también el vínculo con el “no-yo” es lo que nos configura. Pero este vínculo puede ser sano o patológico. Es decir, puede favorecer el desarrollo de nuestra personalidad, o bien impedir un adecuado crecimiento psicológico. A veces, lo que ocurre es que la relación se deteriora pero no se manifiesta hacia fuera, pues los sentimientos de rabia, agresividad, envidia, etc. no se exteriorizan y solamente salen a flote cuando la enfermedad o la muerte del ser querido hace acto de presencia y entonces se reviste de culpa. Sentimiento que expresa nuestra limitación y nuestra ‘falta’ ante el hecho luctuoso. Pero su origen, en muchos casos, no está en los últimos acontecimientos de la vida, sino en la prehistoria de cada sujeto. Allá en la infancia cuando se estaba configurando la personalidad y cuando la relación con las imágenes parentales son más determinantes, es cuando comienza a germinarla culpa.
Su correlato es la vergüenza. La ocultación del padre demenciado o el intento porque el hijo con síndrome de Down no salga a la calle sería una forma de ocultar “esa desgracia” y de neutralizar falsamente el posible sentimiento de culpa. La vergüenza, pues, es la cara externa de la culpa y se puede considerar como un indicador de que la relación entre el cuidador y el enfermo no es todo lo satisfactoria que debería ser. Desgraciadamente esta circunstancia puede llevar a situaciones que rayan con conductas delictivas, como el atar al anciano a una cama (bajo el pretexto de que no se escape) o impedirle los cuidados médicos más básicos.
Las reacciones de la familia ante la enfermedad de Alzheimer son similares a la descrita por Kubler Ros para los enfermos terminales: la negación, la implicación excesiva, la cólera, la culpabilidad y la aceptación. Centrándonos solamente en la culpa podemos decir que se puede manifestar con dos ropajes: depresiva o paranoide.
Culpa paranoide
Según Grinberg, “la culpa se encuentra en la misma esencia del conflicto que produce el yo frente al super-yo”. Distingue entre culpa depresiva y culpa paranoide.
En esta última, no solamente existe la amenaza de un peligro que puede volcarse sobre el yo (angustia persecutoria), sino que el sujeto lo vive como un daño ya ocurrido (en la realidad o en la fantasía) y que produce desesperanza y temor. Es la base y origen de los cuadros neuróticos y psicóticos.
La culpa paranoide es siempre patológica pues no permite al sujeto llegar a un punto de reconciliación consigo mismo. Por esto se intentan defensas del yo que la hagan al menos un poco digerible. Así, utilizan mecanismos de disociación, omnipotencia, idealización, negación o la identidad proyectiva. Todas estas posibles puertas falsas nos llevan al duelo patológico donde el “sano” (o superviviente), no se permite estar bien pues sería un indicador que ha sido destruido por la maldad del otro. El movimiento básico es que la agresión se pone fuera del sujeto (“lo malo está en un hermano, el médico, etc.) para aplacar de alguna manera la propia angustia, pero se produce todo lo contrario: cada vez hay que odiar más para sentirse bien.
La propia dinámica de esta “culpa paranoide” hace que solamente tenga una salida: la psicosis o el suicidio.
Culpa depresiva
Se caracteriza (Grinberg) por “el anhelo de reparar el objeto que se siente dañado por los propios impulsos destructivos”. Es decir, el sujeto siente sus sentimientos de rabia, agresividad, envidia o de celos, pero no quiere destruir al padre o la madre sino que, desde el perdón y la reparación, intenta establecer un nuevo vínculo más sano, que al mismo tiempo tranquilice y haga más saludable la relación con el enfermo sin necesidad de culpabilizar a otros: resto de la familia, institución hospitalaria, etc.
En nuestro caso concreto este tipo de culpa se produce por:
a) Deseo de muerte del paciente (no se acepta que esté enfermo o bien se considera que no tiene la suficiente calidad de vida para seguir viviendo: “para vivir así es mejor que muera”).Pero el pensamiento en esta dirección produce una gran angustia y culpa, por el sólo hecho de tenerlo.
b) En otras ocasiones se considera que no se ha hecho todo lo posible por ‘solucionar’ el Alzheimer, e incluso que el comportamiento de uno ha contribuido a la enfermedad. A este respecto recuerdo una mujer que decía: “si no le hubiera llevado al médico cuando empezó a perder la memoria a lo mejor ahora estaba bien…” (¿?)
Como hemos dicho antes, todo va a depender, en el fondo, del tipo de vínculo previo a la aparición de la demencia, pues ésta despierta “fantasías” que estaban dormidas: pérdidas, sentimientos agresivos hacia el progenitor, etc.
Según Tizón, “la culpa depresiva implica hacerse cargo de la responsabilidad de los sentimientos y fantasías de agresión que se han experimentados frente al objeto querido. El yo del sujeto siente pena, sufre el pesar, pero no se entrega, sino que lucha para reparar la pérdida o el daño cometido”. De esta forma se inicia el proceso de reparación que consigue un nuevo equilibrio en el individuo, signo de paz y tranquilidad.
Conductas niveladoras ante el Alzheimer
El sujeto ante la culpa no puede quedar inmóvil. La “angustia le corroe” las entrañas (expresión de una hija con su madre enferma de Alzheimer) e intenta abrir algunas puertas que le permita una salida digna. Todo menos quedarse destruido por el sufrimiento.
En muchas ocasiones, la atención a un enfermo crónico termina por agotar, sobre todo al cuidador principal. Como me decía en una ocasión el esposo de una mujer con esclerosis en placas: “Mi situación es similar a abrazar un puercoespín y querer no pincharme”. Es decir algo metafísicamente imposible. Además, el cuidado a una persona con una enfermedad crónica provoca una sobresaturación de angustia, comprensible por otra parte e independiente de la fortaleza del cuidador, que puede manifestar diferentes formas de “vivir la culpa”:
# 1.- Hipercuidadores
Es una manera muy extendida en los países occidentales. Consiste “en cargar” exclusivamente con el enfermo. Se reniega cuando no se recibe ayuda, pero se reniega más cuando algún miembro de la familia intenta compartirlos cuidados del enfermo. Esas actitudes heróicas (la atención del enfermo las 24 horas, todos los días del año, o la permanencia constante y permanente en su cabecera, la renuncia a las vacaciones en familia, la pérdida del trabajo, etc.) pueden llevar, por dentro, la carcoma de la agresividad hacia el propio paciente. Es una forma de penitencia por el “pecado” cometido.
# 2.- Negadores del Alzheimer
Es el mecanismo defensivo más arcaico utilizado por el ser humano. “Ojos que no ven corazón que no siente”. Si se niega la mayor (la enfermedad), no tendremos que tomar ninguna medida, ni reestructurar todo el sistema familiar. “No le pasa nada, solamente que está un poco despistado”, me decía en cierta ocasión un hijo ante la pérdida de memoria del padre. La dura realidad era que no sabía ni en el día que vivía.
# 3.- Cuadros psicosomáticos
Cuando la agresión no sale hacia fuera, se puede transformar en síntomas psicosomáticos: cefaleas, úlceras, etc.
# 4.- Manía y depresión
La manía es la cara opuesta de la depresión. Se puede manifestar como hiperactividad multiplicando las acciones cotidianas: comenzar la reforma del piso, etc. También se puede originar un cuadro depresivo como forma de reparar el sentimiento de culpabilidad.
Culpa, reparación y perdón
Siempre que surge la culpa depresiva debe estar acompañada de la reparación. Todos, en alguna ocasión hemos sentido la necesidad de reparar ante alguna acción que nos ha descolocado: una mala contestación ante un hijo, un severo castigo ante los malos resultados académicos, pueden ser motivos de una cierta desazón como de “mala conciencia”, que nos lleva a abrazar al hijo o a mostrarnos excesivamente solícitos ante la demanda de los demás. Estamos reparando. Es como el niño pequeño que tras una mala acción (pegar al hermano, romper un juguete, etc.) se muestra mimoso o hace algún regalo a su progenitor. El también está reparando.
Es por tanto necesario que desde pequeños aprendamos la difícil lección de la reparación. El niño que ha tenido la oportunidad de expresar sus sentimientos de rabia, de envidia e incluso de agresividad, podrá de mayor ser capaz de exteriorizar su malestar y su dolor ante su padre o madre con Alzheimer, y no proyectar sobre los demás el motivo de su desgracia: los médicos, los otros familiares o el propio Estado. De esta última manera nos estamos cerrando la posibilidad de elaborar la culpa y sanear nuestro vínculo. El “malo” siempre es el otro.
Junto a esto es necesario ir creando un clima donde toda la vida gire en torno al “nosotros”, no alrededor del yo. Debemos ir construyendo un ambiente de comprensión, no de razones y mandatos o reglas, para que ante las dificultades podamos compartir también nuestros fantasmas de miedo y angustia. Debemos pasar de un tú, y un yo, a un nosotros, que potencie la confianza y la seguridad. Por esto podemos afirmar que toda conducta que favorezca la cohesión del grupo y fortalezca los valores de solidaridad y comprensión será una buena fórmula para evita la culpa paranoide, que nos destruya o al menos nos impida llegar a una sana reparación.
En la atención a un enfermo de Alzheimer existen dos salidas: pensar que uno puede con todo y que por lo tanto no precisa la ayuda de los demás en el manejo del enfermo (y antes de reconocer sus limitaciones proyectará su malestar en los otros: culpa paranoide) o iniciar el ‘duro camino’ de perdonar y perdonarse.
Saber perdonar es enfatizar “el nosotros” frente al “yo”; es aceptar las propias limitaciones y las de los demás; es no sentirse atacado por la actitud del otro sino comprender su debilidad y la nuestra.
Y en este punto, se puede afirmar que, a mayor narcisismo, menor capacidad para perdonar.
Para crecer psicológicamente, debemos permitirnos tomar conciencia de nuestras propias emociones: agresividad, amor, envidia, rencor, solidaridad, etc. Lo indeseable no es sentir, sino el pasar a la acción un sentimiento negativo. En nuestro caso, lo censurable no es tener culpa o incluso vergüenza, sino llevarlas a la práctica y esconder al enfermo o entrar en un cuadro depresivo grave.
Es sano admitir, por ejemplo, que en el cuidado de nuestro familiar, no siempre nuestros sentimientos han sido todo lo ‘limpios’ que hubiéramos deseado y que también nosotros tenemos nuestras necesidades y que, por lo tanto, nos sentimos frustrados cuando, por cuidar al enfermo de Alzheimer, no podemos pasear con los amigos o ir al cine o simplemente dormir tranquilamente, es un signo de nuestro buen nivel de salud mental.
Por esto, podemos afirmar que la aceptación total de sí mismo, en cuanto a posibilidades y límites, constituye la esencia misma del perdón. Ser capaz de perdonarse la impaciencia, las imperfecciones, la propia fragilidad, de modo paradójico, puede ser el comienzo de un sentimiento de seguridad ante uno mismo y ante los demás.
ALEJANDRO ROCAMORA BONILLA
Psiquiatra. Profesor en Centro de Humanización de la Salud. Exprofesor de Psicopatología en la Facultad de Psicología de la Universidad de Comillas
Fuente: Cuida tu salud
http://www.cuidatusaludemocional.com/como-tratar-enfermo-alzheimer.html

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