Gerardo no pudo más. Al mirar el cuerpo inerte de su abuelo en la cama, y escuchar de labios de su abuela la frase que hace de título a esta historia, rompió a llorar como un niño. Estaba bien…. le hacía bien llorar, era necesario. Los sentimientos encontrados y la ternura que traslucía esta afirmación fueron la gota que derramó el vaso.
El abuelo había llevado una vida muy activa hasta los 86 años. Pero hacía ya cuatro que estaba totalmente postrado en la cama a causa de un infortunado accidente: se había roto la cadera. Esto era en parte lo que le llevó al desenlace final. Sin embargo, algo más lo había ayudado a mantenerse con vida estos cuatro años: su esposa.
Mi amigo me comenta que vivían juntos desde hace casi 30 años. Se casaron ya grandes, después de la muerte de la primera esposa del abuelo. Inés -así se llama ella- siempre lo había amado, desde la adolescencia. Él, Ángel, no había correspondido a su cariño en esos primeros años.
Ensayó otros amores, unas veces con éxito, otras con resultados parciales. Sin embargo Inés supo esperar, ella sabía que no tenía más corazón que para él. Y como en los grandes amores, el tiempo fue la prueba de fuego que corroboró la autenticidad de este amor.
Aún más, el mismo sufrimiento y la entrega sin medida terminaron de sellar la valía de su amor. En pocas palabras, la fidelidad sostenía todo el entramado de sus vidas. Mi amigo Gerardo me sigue contando: «Cada año la abuela le celebraba, con gran alegría, el cumpleaños -tarta incluida- aunque estuviera en la cama». Por su habitación desfilaban todos los hijos, nietos y demás amigos. Ello era una muestra de que Ángel todavía valía mucho para ellos, que seguía siendo el mismo de siempre, a pesar de su accidente.
Muchas veces -continúa Gerardo- «la sorprendí rezando al pie de la cama, me parece que era “La Hora de la Divina Misericordia”, seguramente rezaba por él». Es verdad, «el abuelo ya no era el dinámico ex-militar de antes», no obstante seguía llevando en el corazón ese indomable deseo de lucha y «apreciaba sobremanera la fidelidad y compañía heroica de Inés».
No pude evitar sentir escalofríos al escuchar este testimonio que Gerardo me narraba con un nudo en la garganta. Yo intentaba darle el pésame por la muerte de su abuelo y me sentía más bien asombrado por el testimonio de esta mujer. Mi amigo me confesó: «al lado de la abuela no me sentía con derecho de estar triste, abatido, ni siquiera de llorar…», y por otro lado estaba seguro que «el abuelo ya estaba en el cielo».
La fidelidad a toda prueba, tanto en la amistad como en el matrimonio, es la prenda que los autentifica y realza.
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