Capítulo Aragua

sábado, 12 de julio de 2014

Magia pura

De las ideas y las cosas
Sábado, 12 Julio 2014
Omar Gasca
Reducir o anular el Alzheimer, curar la diabetes, bajar de peso sin dietas y sin ejercicio en unos cuantos días, evitar la calvicie o recuperar el pelo, reducir la grasa abdominal, desterrar la celulitis, rejuvenecer la piel, desaparecer cicatrices, tonificar los músculos, aumentar el apetito sexual, exorcizar la impotencia…  Un producto milagro es el que a través de la publicidad, frecuentemente televisiva y muchas veces a modo de talk shows o infomerciales, se ofrece para solucionar con extraordinaria aptitud desde problemas estéticos en rostro y cuerpo hasta graves problemas de salud.  Sus cualidades preventivas, curativas, embellecedoras, restauradoras y demás, provisionalmente supuestas, son exaltadas hasta franquear los límites de la verosimilitud.  ¿Cómo se explica su éxito? 
La suma es simple: por una parte, el pensamiento mágico; por otra, una ingenua inercia que radica en las mentalidades poderosamente afectadas por el marketing y la cultura del facilismo, suscrito todo ello a la idea de que quien vende tal clase de productos interpreta al público, a veces sin saberlo, como un ente acrítico.  
Hay muchas concepciones sobre el pensamiento mágico.  Una de ellas, simplona, afirmaría que se refiere a la idea de resolver o afectar la realidad sensible desde otra realidad: mental, celestial, metafísica, sobrenatural, oculta, es decir cualquiera que no sea gobernada por las leyes naturales, materiales, físicas.  Para Piaget y otros, el pensamiento del niño es mágico.  La idea es que en la llamada etapa “preoperacional”, que va de los dos a los siete años de edad, el razonamiento del niño se basa en algún tipo de explicación mágica. Su representación del mundo, de las causas y los efectos, de las relaciones entre fenómenos, de los significados y las finalidades, se produce en el marco de un orden prelógico, propio del pensamiento mágico.  La pregunta sería: ¿seguimos siendo niños cuando confiamos en que unas pastillitas o una crema reducirán nuestro vientre a pesar del sedentarismo, de la falta de ejercicio y de la ingesta de toda clase de harinas y azúcares?  ¿Con base en qué lógica lo creemos? ¿Cuál es el razonamiento causal?  En este y en otros casos, ilusoriamente imponemos las operaciones mentales a la realidad externa y proyectamos las propiedades de la intención en la realidad biológica.  Ahí está la clave: el pensamiento mágico genera la creencia de que los propios pensamientos causarán, sin más, un hecho específico de un modo sorprendentemente alterno a las leyes de causa-efecto.  El pensamiento mágico incumbe a chicos y grandes, quizá más a los grandes.   
Contribuyen también y mucho las estrategias y tácticas seductoras del marketing y por supuesto esas porciones de publicidad que exageran el desempeño del producto.  Lo que interesa de un lado es vender y, del otro, hacer poco esfuerzo.  Lo que se ofrece  son soluciones fáciles y rápidas; lo que se compra es eso, exactamente eso: el deseo de resolver sin esfuerzo.  El deseo, la intención es, de alguna manera, parte del producto, su complemento; sin él, el producto no seduce, no apetece, no es paladeable.  El deseo fortalece la promesa de los beneficios y el mismísimo deseo los hace, virtualmente, alcanzables para el consumidor.  El deseo, no hay que olvidarlo, se nutre de las imágenes que recibe. No importa mucho la virtud del producto; interesa más que éste parezca coincidir con la satisfacción de una necesidad física o emocional.  Dice el publicista Leo Burnett: “No me digas lo bien que lo haces; dime lo bueno que me hace cuando lo utilizo”.  
Faltan leyes, o su aplicación, a propósito de regular e inhibir prácticas engañosas con relación a la naturaleza y difusión de ciertos productos, así como leyendas claras en los empaques y etiquetas y, antes, los análisis y pruebas necesarios a fin de certificar o autorizar las ventas.  Pero ayuda mucho el sentido común –a veces el menos común de los sentidos– y algo de escepticismo, prudencia, cordura o sensatez en el consumidor para no comprar con urgencia por la inaplazable conclusión de las ofertas, y menos cuando algo suena demasiado bueno para ser cierto.  Si nada de eso es útil, ni alguna especulación que se oponga al optimismo gratuito (como el pesimismo informado), seguramente servirá recodar aquel anuncio de brandy Viejo Vergel de 1980 en que aparecía Anthony Queen evocando al padre o al abuelo (y reiterando la palabra): “Como el viejo decía: si las cosas que valen la pena se hicieran fácilmente, cualquiera las haría”.  


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