Capítulo Aragua

miércoles, 7 de julio de 2010

TESTIMONIO | LA ENFERMEDAD DEL SIGLO XXI

Mi marido tiene alzheimer
JOSÉ ANTONIO, piloto de aviación, perdió la memoria y hoy tiene la mente de un niño de tres años. Su esposa, ex Defensora del Pueblo, cuenta el drama de las familias de 700.000 enfermos

FLORA SÁEZ

Qué es lo que queda de mi marido?», se pregunta a veces Margarita.Lo que a ella le queda de José Antonio son los recuerdos de más de tres décadas de convivencia, ese hombre que se le parece tanto y deambula con pasos diminutos por la casa, la mirada posada en el vacío, balbuciendo unos ruidos (¿serán palabras?) irreconocibles, vaya, como si fuera un alma en pena, y un buen puñado de fotografías.Como esa que está sobre la mesita auxiliar del salón, junto al sillón en el que él tanto leía, una imagen preciosa en la que se puede ver a un José Antonio joven y sonriente -le quedaban muchas horas de vuelo para llegar a comandante- vestido de piloto en la Bucker en la que aprendió a volar.

Es curioso, pero entonces tenía el hombre el mismo gran bigote que todavía conserva, como conserva, a sus 61 años, el porte atlético y el semblante atractivo e, incluso, a veces, ese reflejo de ponerse en pie y sonreír educadamente cuando irrumpe en su escena un desconocido. Tanto, que el visitante no puede sino impresionarse al pensar cómo es posible que ese cuerpo tan bien conservado pueda esconder un cerebro tan enfermo, tras seis años largos de Alzheimer, y las facultades mentales propias de un niño de tres años. Y el amor, claro. A Margarita le queda el amor.

Esta semana Margarita Retuerto Buades ha estado especialmente activa, y su rostro centellea. Lleva más de 25 años en la brecha.Fue Defensora del Pueblo en funciones y, hasta noviembre pasado, vocal del Consejo General del Poder Judicial. Ahora realiza trabajos como consultora, elabora dictámenes jurídicos, da clases , y es candidata al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Pero han sido otras instancias las que la han tenido tan ocupada estos últimos días: es vicepresidenta de la Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer (AFAL), y ayer se conmemoró el día mundial con el que cada año se recuerda que ya hay más de 20 millones de personas que padecen este mal, 700.000 diagnosticadas en España.Unas cifras abultadas sobre las que aún se acumulan muchas carencias y mucho desconocimiento. «Tenemos que dar la cara y hacer todo lo posible por normalizar esta enfermedad. Además, quiero y espero que mi experiencia le pueda ayudar a otros».

CAÍDA A LA NADA
No es la única, pero sí la primera persona con dimensión pública que ha recibido de cerca el zarpazo de esta enfermedad y no la ha escondido. Que ha querido hablar abiertamente de ella. «Ha sido durísimo. Al principio tenía la sensación de ir adentrándome, con mi marido, en una selva espesísima en la que teníamos que ir cortando la espesura a machetazos. La ayuda que encontré en las asociaciones y que supieron darme los familiares de otros enfermos fue para mí fundamental. Espero que ahora yo pueda ayudar a otros».

La pesadilla comenzó unos seis años atrás, más o menos como comienza siempre. José Antonio empezó a tener frecuentes despistes, a olvidar dónde había dejado las llaves o los números de las tarjetas.Hasta las palabras comenzaron a resistírsele. Un día el susto fue mayúsculo cuando fue incapaz de encontrar el camino de vuelta a su casa. La confirmación de que algo terrible se cernía sobre su cabeza la obtuvo la propia Margarita, al descolgar el teléfono.Llamaban de su compañía. Su marido no se había presentado, ¿le había ocurrido algo? Sencillamente, había olvidado que ese día trabajaba. El diagnóstico no fue sencillo. Una vez confirmado, su caída a la nada ha sido un recorrido de escalones desiguales, pero descendentes sin remedio.

«Ha sido terrible ver cómo una persona de su coeficiente intelectual, un estadístico y un matemático con el primer año de Ingeniería Aeronaútica, un piloto de los primeros de su promoción en la Academia del Aire, en fin, un prodigio de razón, se convertía en una persona con la mente de un niño pequeño, un ser dependiente que no puede defenderse, ni recordar a su familia, ni a sus amigos Me pregunto: ¿para qué sirve la vida si no la puedes recordar?, ¿qué es el hombre si no puede comunicarse?».

En estos seis años muchas cosas han cambiado en torno a la enfermedad.Por ejemplo, han mejorado significativamente los métodos de diagnóstico.También se sabe que, aunque se trata de un mal especialmente ligado al envejecimiento, el Alzheimer no es sólo cosa de viejos: cada vez son más las personas que, como José Antonio, presentan síntomas antes de cumplir los 60 años, incluso los 50. A los 55 fue en su caso, cuando estaba en plenas facultades y sus responsabilidades familiares aún eran importantes.

«Nuestra familia también vivió su 11 de septiembre. Un mes de septiembre, precisamente, perdió mi marido sus licencias de vuelo.Y nos encontramos, de repente, con esa bomba, con la vulnerabilidad absoluta, con algo ante lo que no sabíamos cómo luchar y que provocaba, además, unos daños colaterales que éramos nosotros, su familia, destrozados por el sufrimiento de ver cómo la persona que más queríamos iba cayendo en el olvido».

Pero sobre todo, ha sido el impacto social de la enfermedad el que ha ampliado su magnitud en los últimos años: «El Alzheimer será, junto a las enfermedades cardiovasculares, el cáncer y el sida, uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis del siglo XXI. Su progresión va a ser espectacular debido al envejecimiento de la población y al incremento de la esperanza de vida. Además, con las mejoras que ha habido en el tratamiento y en los cuidados paliativos, los enfermos viven mucho más tiempo. Ya no es difícil que lo hagan unos 11 o 12 años, pero es que yo conozco algún caso en que la persona lleva ya 20 años enferma. Si tenemos en cuenta estos factores, el drama humano, el dolor y el desgaste que causan en miles de familias, y añadimos las consideraciones económicas de todo ello, nos damos cuenta de que nos enfrentamos a un problema social tremendo».

¿Y cree Margarita que nuestra sociedad es consciente de todo ello? «La respuesta a la enfermedad la tiene que dar la Administración y las asociaciones, que somos las que conocemos la realidad de lo que pasa. Las respuestas públicas han ido creciendo con el tiempo, pero no son suficientes, ni están coordinadas en muchos campos y existen, además, grandes lagunas». Y es como si tomara carrerilla. Su vocación de jurista y de servidora pública le asoma por los costados. Dice que en el campo del Derecho falta mucho por hacer, que a la realidad de los enfermos discapacitados y el respeto a su autonomía y sus derechos les han quedado pequeñas las leyes vigentes. Que hace falta regular la autotutela (la capacidad de una persona para decidir, cuando todavía está en plenas facultades, quién va a tutelarle cuando éstas desaparezcan), el mal llamado testamento vital o voluntades anticipadas, que hacen falta juzgados especializados en materia de incapacitación y más coordinación en los tribunales.

Dice también que las carencias sanitarias y asistenciales son grandes, que es necesario un enfoque multidisciplinar que implique a neurólogos, psiquiatras, geriatras, psicólogos, personal de enfermería y fisioterapeutas, que los médicos de atención primaria no tienen una adecuada preparación sobre este tema, que no hay suficientes centros de día ni ayudas a domicilio.

Que no puede ser que, para una enfermedad que llega a comerse las dos terceras partes de un presupuesto medio familiar, ni siquiera se encuentren facilidades para comprar un colchón antiescaras.O que los ancianos con Alzheimer no tengan cama en un hospital, porque son viejos, ni en una residencia.

Llegado a este punto, una se pregunta cómo es posible aguantar todo esto: «Sí, me lo preguntan muchas veces. Una amiga, miembro de una asociación, me dio un día la clave. Me entregó un papelito con unos pocos puntos, que coloqué dentro de un pequeño marco en uno de los rincones de mi casa, y que desde entonces preside mi vida. Se resume en esto: pedir ayuda, no hacerse la fuerte, hacer todo lo posible por no añadir más dolor al sufrimiento y tener esperanza».

RETO ÉTICO
¿Esperanza? Viendo a José Antonio cuesta hacerse a la idea del sentido que pueda tener esa palabra. «Sí, esperanza. Sé de sobra que para mi marido ya no la hay, pero tengo la esperanza de poder acompañarle de la mejor manera posible hasta el final. La dignidad de estos enfermos está en manos de quienes los cuidamos. Y esto me plantea cada día unos retos éticos tremendos. Incluso el Consejo de Europa, en su legislación sobre la protección de los derechos humanos y la libertad de los enfermos, se ha pronunciado sobre ello».

«Tarde o temprano tendremos que tomar decisiones importantes.Cuando ya no pueda alimentarse por sí mismo, ¿usaremos una sonda? ¿Admitiríamos su inclusión en una investigación con nuevos fármacos? ¿Y si hace falta utilizar contenciones físicas? Me planteo un montón de preguntas lacerantes para las que no tengo respuesta.Además, sé que no debo responder desde mi punto de vista, sino desde el que creo que él respondería».

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