Capítulo Aragua

lunes, 23 de abril de 2018

El Alzheimer me robó a mi mujer

El Alzheimer me robó a mi mujer
Durante los últimos tres años he sido testigo de cómo la enfermedad de Alzheimer borraba de forma lenta y sistemática la mente de Martha, mi esposa y mejor amiga.
Todo lo que puedo hacer es estar a su lado, impotente, escuchando el sonido de esa goma de borrar imaginaria a medida que se mueve erosionando los rincones de su cabeza.
En efecto, tengo asientos de primera fila para ver a una persona inocente siendo arrastrada metódicamente hacia un mundo de inconsciencia.
Mi primera mujer, Loretta, murió de melanoma hace 13 años. También sufría de pancreatitis crónica, diabetes y lupus. Me convertí en su cuidador y aprendí a administrarle las vías intravenosas y a ponerle las inyecciones. De hecho, se me daba bastante bien.
Sin embargo, ella nunca fue víctima de la demencia que conocemos como Alzhéimer. Para mí, era sólo una palabra que había escuchado pero que nunca había experimentado. Y aquí me tenéis.
Ahora entiendo por qué recibe el amargo apodo de “el largo adiós”. Una vez que agarra a alguien, no le deja marchar. No se puede ralentizar; no puede remitir; no se puede curar. Se alimenta de su selecto huésped hasta que lo mata. En mi opinión, es una de las peores enfermedades que existen.
Marty y yo nos conocimos en la iglesia, porque ambos éramos miembros de la Sociedad San Vicente de Paúl. Ella era viuda y, aproximadamente unos dos años después de que Loretta se marchara, salimos a cenar juntos.
Con el tiempo, pasamos por todos los requisitos prenupciales que prescribe la Iglesia católica y ahora llevamos casados nueve años.
Éramos una pareja un tanto peculiar, lo admito, pero nuestra relación giraba en torno a nuestra fe en Dios. Él, a cambio, nos dio el uno al otro como regalos en el matrimonio.
Tener fe es el mayor (y posiblemente el más frágil) de los dones que cualquiera de nosotros pudiera recibir. Por mi parte, la fe ha sido mi apoyo y siempre he recurrido a ella tanto como soy capaz.
Marty tocaba el piano desde que era niña y es una pianista bastante consumada. Era tan buena que, cuando sólo estaba en sexto curso, ya era sustituta del organista de la iglesia.
Durante el verano y el otoño de 2014 empecé a preocuparme por que ella pudiera olvidar cómo tocar. Sus médicos me confirmaron que, efectivamente, podría suceder.
Pocos días más tarde, decidí postergar esa preocupación para los días futuros.
Me encontraba enterrado entre una montaña de papeles, mirando al ordenador del despacho de mi casa, cuando la música del piano empezó a inundar la vivienda. Me recosté en mi asiento, escuché y sonreí.
A los pocos momentos me di cuenta de que la música era ligeramente diferente. No era la Marty de siempre. No, esta era una Marty trascendente interpretando la música más hermosa que habré escuchado de sus dedos.
Autumn Leaves, de Eric Clapton, retumbaba entre las paredes de la casa, seguida de ese clásico de jazz, That Old Feeling, y luego mi favorita, el famoso nocturno de Chopin en mi bemol mayor.
Me deslicé hasta el recibidor y la observé, allí perdida dentro de la música que hacía nacer de aquel viejo piano.
Era como contemplar a una de las magníficas flores de Dios despuntando en plena floración.
Me di cuenta de que este tipo de momentos ahora se nos escurrían entre los dedos y dentro de poco no volverían a darse otra vez, así que empecé a grabarla con mi teléfono con la esperanza de que, si olvida cómo tocar el piano y deja de reconocer el instrumento y deja de reconocerme a mí mismo, al menos su música seguirá estando ahí.
Y entonces se la pondré a ella, para que tal vez, y sólo tal vez, desde ese innombrable mundo hacia el que habrá viajado su mente, pueda escuchar su música y sonreír. Yo sonreiré con ella, bendecido con el honor y el privilegio de cuidar de una de las preciosas hijas de Dios.
Fuente:https://es.aleteia.org/2016/02/04/el-alzheimer-me-robo-a-mi-mujer/amp/

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