Capítulo Aragua

sábado, 2 de junio de 2012

Cuando uno quiere de verdad... siempre puede

Cuando uno quiere de verdad... siempre puede

Somos los que estamos fuera los que convertimos las residencias en pozos de olvido, donde metemos la impotencia, el miedo y la incomodidad que la vejez nos producen.

DOBLE VARA DE MEDIR
Ana Romaz / Actualizado 25 mayo 2012
Las tardes de visita a mis padres, en la Residencia donde vivían y sigue viviendo Papá, a lo largo del tiempo transcurrido desde que se mudaron allí, nos han permitido ir conociendo algunas de las historias personales de sus compañeros.

A mi me enternece, especialmente, un señor de unos setenta años que viene todas las tardes. Sólo falló en su visita cuando le intervinieron y estuvo hospitalizado, pero en cuanto recibió el alta le vimos aparecer de nuevo, apoyado en una muleta. Quién recibe sus visitas es una señora de 94 años, de la que fue vecino.

Una tarde en que le acerqué a su casa con el coche me estuvo contando que María, que es el nombre de su amiga, había sido muy amable con él cuando se conocieron, él acababa de regresar de una larga estancia en Sudamérica y se instaló en el piso contiguo al de ella. En la soledad que él sentía, lejos de lo que había sido su vida durante más de 40 años, ella fue un rayo de alegría y bondad.

Siempre había unas galletas o un bizcocho que compartían, o pequeños consejos domésticos, e incluso llegó un momento en que crearon la rutina de salir al cine juntos los domingos por la tarde. Los veinticuatro años que los separaban no fue obstáculo para que entre ellos surgiera una sólida amistad y un gran apoyo mutuo.
Cuando para ella fue imposible seguir viviendo sola, y ante la falta total de familia, él había prometido no olvidarse de ella. ¡Y desde luego que ha cumplido su promesa!

Invierno o verano, con lluvia o sol, él está allí cada tarde. Empujando la silla de ruedas en la que ella se desplaza pasean por el jardín, se sientan en algún rincón soleado y charlan amistosamente.

Admiro doblemente su perseverancia y dedicación. Por una parte porque entre ellos no hay lazos de sangre que obliguen al visitante, y teniendo en cuenta que muchos ancianos reciben muy escasas visitas de sus propios hijos y familia directa, la actitud de este caballero respecto a su amiga me parece entrañable. Y por otro lado, si comparo su actitud, esa amistad comprometida que sabe estar a la altura del momento contrasta, y mucho, con la amistad tibia que otras personas demuestran.

Mis padres no han sido personas intensamente sociales si no, más bien, de pocos y queridos amigos. Y estuvieron a su lado cuando los negocios vinieron mal dados o la situación familiar se complicó. Los amigos de mis padres eran de los que presumían del cariño que se tenían y nunca faltaban a las celebraciones a las que eran invitados. Ahora no les visitan por no pasar un rato incómodo o simplemente por no verse en la situación que quizás les espera a la vuelta de la esquina.

Las residencias de ancianos no son el sitio mas alegre del mundo, pero tampoco son los espeluznantes lugares que algunas personas imaginan. Evidentemente hay de todo, como en todas partes, pero la cuestión es que es la forma que la sociedad en que vivimos ha encontrado para atender a sus mayores cuando ya no es posible que estén solos.

Me apena la doble vara de medir con que mucha gente, aquí, se enfrenta con el hecho de tener a alguien en un centro de mayores. Por un lado se asume que es la mejor solución pero no se incorpora este hecho, con naturalidad, a la vida diaria.

Somos los que estamos fuera los que convertimos, muchas veces, estos lugares en pozos de olvido, donde metemos la impotencia, el miedo y la incomodidad que la vejez y sus acompañantes nos producen.

Por ello hoy este post va dedicado a María y su amigo, buena muestra de que cuando uno quiere…siempre puede.

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